Epifito Montiel
Cada noche soñaba universos enteros llenos de colores y sensaciones, inexistentes en su vida diurna, apenas se entregaba al descanso luego de jornadas ocupadas en sostener una existencia intrascendente. Tanta belleza se perdía por ser imposibles de recordar al otro día, como una mezcla de Sisifo y Morfeo, hasta que decidió no despertarse jamás y permanecer en ese estado donde era verdaderamente feliz.
A partir de ese momento, su cuerpo se transformó y sólo ameritaba del aire para suplir todas sus necesidades. Su familia lo abandonó a la vera de un camino tras una leve discusión, donde creció una montaña sobre ese objeto soñador, que roncaba durante el ocaso y se estremecía como un sismo al cambiar de posición en el lecho de rocas sedimentarias.
Los sueños continuaron en esa mente libre, oculta bajo el promontorio que terminó como cordillera con vista al océano incapaz de sumergirlo en su ascenso indetenible. Cuando la intensidad de sus sueños no pudo ser contenido por ese macizo, despertó como volcán regurgitando una lava oscura alterando el paisaje cada año cuando cambiaba de color, dependiendo de la naturaleza de sus irrepetibles fantasías nocturnas.
Entre sueños era libre, y se veía corriendo ladera abajo con el viento en su cara. Al llegar al valle, se percataba de su condición epífita, justo cuando retornaba a su acostumbrada sesión llena de sensaciones inéditas y recuerdos eternos.
Sin tener noción del tiempo, comenzó a sentir detonaciones a la altura de sus extremidades inferiores, hasta que abrió los ojos frente a una misión evaluadora de una ruta alterna al desarrollo. Se desperezó con un largo bostezo del descanso de siglos, y siguió durmiendo tras darse la vuelta para cambiar de posición.
Sin salir de su asombro y justo antes de abandonar la galería, los inspectores consiguieron una cita de Píndaro en el lecho aún tibio;
No te afanes, alma mía, por una vida inmortal, pero agota el ámbito de lo posible.
Gustavo Pisani, Richmond, 1 octubre #cuentosdeluna
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