Un gato en el año del tigre

Mi gato maúlla por siempre.

Páez a Girardot # 40 – Personajes II

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Sin embargo no todo era diversión, porque cada cuatro semanas aproximadamente, apenas a una cuadra de la casa de mis tías ubicada de Paez a Girardot # 40, me tocaba el inevitable encuentro con el Señor Barbero quien se caracterizaba por dos notorios rasgos. El primero era un cigarro cuya ceniza desafiaba la fuerza de la gravedad y que desde su boca no dejaba de moverse al compás de sus palabras mientras conversaba y el segundo, eran unos lentes verdes oscuros, con una  montura flotante dorada, que le aportaban un aire siniestro pero emocionante a aquel distinguido y respetable miembro de esa comunidad de inmigrantes, que habitaban en esta parroquia.

Todo se iniciaba cuando el peluquero te alzaba en vilo para sentarte en la silla roja, a la cual se le colocaba una tabla sobre los apoya brazos para permitir que nuestra cabeza se expusiera al alcance de sus relucientes herramientas. Entonces este artista capilar, iniciaba su dedicada tarea con la máquina de afeitar, la cual aplicaba con entereza y dedicación, sin miedo ni pausa.

Sus manos hacían rotar la pequeña cabeza de un lado a otro al tiempo que aplicaba la podadora, mientras nuestra mirada no se atrevía a enfrentar los resultados en el espejo y sólo veíamos cómo una alfombra de pelo se iba formando, en la misma medida que el avance de la máquina cumplía con su cometido. Luego completaba el trabajo con un artístico movimiento de tijeras, las cuales golpeaba continuamente contra el peine, manteniendo un ritmo musical de metal y carey, que animaba la escena del crimen pero no el ánimo de la víctima.

Una vez minimizada la expresión capilar, surgía de cualquiera de las misteriosas gavetas de un mueble de fórmica color celeste claro donde reposaba una radio de baquelita, la navaja sevillana, brillante justiciera lista para aniquilar cualquier rebelión.

No existe otra escena en todas mis memorias más representativa de toda esta época, que la del barbero de San Agustín, afilando su navaja.

Mientras amolaba la herramienta como un verdugo en el patíbulo, su mirada se dirigía hacia afuera de la barbería con los ojos entrecerrados, pensando quizás en su España natal, mientras cepillaba por ambas caras el acero toledano contra una cinta de cuero con anillas en sus extremos, haciendo énfasis en el remate al final de cada pasada, cuando se escuchaba un chasquido que erizaba los pocos pelos que le quedaban a uno. Lo recuerdo como un justiciero medieval, listo para separar al sarraceno de su cuerpo apóstata, cruzado de los cabellos, inquisidor de los piojos y enviado del santo oficio para el ejercicio de la fe por vía de la claridad de las ideas libres de tanto pelo.

Al cabo de este proceso no era necesario seccionar un cabello en el aire para probar el filo, no sólo porque el metal gritaba sus posibilidades sino porque tampoco él se tomaba la molestia de demostrar lo que era obvio.

Tragando grueso me encomendaba al ángel de la guardia, juntaba mis manos bajo la sábana y cerrando los ojos bajaba la cabeza rezando para enfrentar al metal frío, el cual rapaba las impúdicas expresiones que se atrevían a persistir desde mi cuello.

El proceso de pelado terminaba antes de mi resignación pero después de mi sorpresa al ver los resultados en el espejo, el cual no escondía nada y donde podía revisar las consecuencias del trabajo realizado al mejor estilo militar, el cual apenas dejaba intacta en nuestras cabezas una pequeña pero digna pollina rodeada de cráneo por todas partes. Siempre esperé en vano que algún día el Señor Barbero se equivocara y me dejara algo de cabello, pero su elevado profesionalismo se encontraba muy por encima de mis infantiles esperanzas.

Sin embargo tengo que reconocer que la experiencia cerraba con broche de oro, cuando el victimario honraba a la víctima mediante la entrega de un Toronto, el mítico bombón con una avellana en su interior, tributo de guerra, premio a la valentía, la entereza y la dignidad, por cuyos méritos nos sometíamos tranquilos a este paredón, el cual ni siquiera tenía puertas para ocultarnos del escarnio público.

Todo el mundo que pasaba por la calle frente a la barbería, sin excepción alguna, se tomaba el trabajo de mirar hacia el interior y algunos más atrevidos hasta saludaban e iniciaban conversación, mientras tú con la quijada clavada en el pecho, indigno de esa situación, esperabas sólo que todo finalizara de la mejor forma posible. Al final, la operación se cerraba con una moneda de dos bolívares que servían para mantener el brillo de los espejos, el filo de las tijeras y definitivamente, el buen humor de nuestro peluquero de la silla roja, quien no esperaba nuestra partida para iniciar la recogida de los peludos residuos con mucha parsimonia, luego de un amigable saludo de despedida dirigido a restablecer nuestra rebajada estima. A pesar de todo, ahora sí estábamos listos para enfrentar la vida como quiera que ésta se presentase.

Siguen los personajes…

 

 

Written by gpisanic

17/11/2010 a 1:01 AM

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